¿Cuántas veces he intentado que la
persona que me gusta encaje dentro de los parámetros que yo quiero?
¿Cuántas veces he descartado o dejado
pasar a una persona valiosa porque no es como yo quiero que sea?
En una tarde húmeda, nublada y fría
de un año naciente, estaba yo embebido en un dispositivo electrónico
analizando unas ondas de radiofrecuencia que jugueteaban por el aire
a mi alrededor, en un parque entristecido por la constante
deforestación que, los todavía monos, le ocasionan al paisaje con
motivo de comodidad artificial. De repente, la risa juguetona
traviesa de un par de impúberes llamó mi atención, porque en medio
de mis pensamientos técnicos sobre la radiofrecuencia circundante
presentía que aquellos preadolescentes manipulaban algo muy
divertido.
Llevado por la curiosidad, cuando miré
hacia ellos descubrí que el instrumento de divertimiento era una
bolita verde emplumada que giraba por los aires y rodaba por los
suelos, en un ciclo de interminable diversión para los partícipes
del juego. Pero era una bolita peculiar porque cada vez que uno de
los participantes la tomaba con sus manos, se producía una queja
acompañada de risa que versaba: “¡Bueno, pero sin picarme!”.
Cuando escuché esas palabras yo me pregunté: “¿A caso esa bola
pica?”. Ahí fue cuando presté mayor atención a la escena que
sucedía a pocos metros de mí, y descubrí que aquella suave y
emplumada bolita contenía un aliento desesperado de vida.
Sentí una punzada en mi corazón, pero
en seguida pensé: no debo meterme en donde (ellos creen que) no me
importa. Entonces volví mi atención a aquellas radiofrecuencias
dibujadas en mi pantalla táctil que me indicaban el éxito o fracaso
de un experimento que estaba realizando para mi trabajo. Sin embargo
mi concentración ya no podía ser la misma, cada onda senosoidal
verde me dibujaba una pluma en mi mente; cada sonido “beep” de mi
dispositivo que sonaba al tenor de la potencia de las ondas que
flotaban a 2.4GHz me trasladaba a una escena imaginaria de un
electrocardiograma marcando los últimos suspiros vitales de una
bolita verde emplumada. Cada grito de euforia impúber, inmadura y
sádica se clavaba en mi mente como un pico de voltaje de esos que
terminan quemando los electrodomésticos en una tarde de tormenta.
En medio de mi tormenta emocional
mezclada con “debo concentrarme e ignorar”, vi cómo aquellos
infantes dejaban la bola viviente emplumada en el tronco de un árbol
para luego desaparecer de la escena. Yo pensé: por fin hay paz y
libertad para esa vida sutil en decadencia. Pero no pasaron treinta
segundos cuando aquel suspiro de vida se rodó por el tronco
encorvado de aquel árbol, convirtiéndose en una real bolita verde
emplumada. Una vez aterrizado, aquel animalito atortolado,
descendiente de las paraves (ver wikipedia ^_^) no pudo hacer otra
cosa diferente a temblar y retraerse en su propia desgracia.
Los sujetos que no superaban los trece
años salieron a ritmo de trote con una jaula pequeña y vacía en
sus manos, con actitud de satisfacción, como quien se deshace de la
basura o de un juguete que ya no tiene gracia. Mi corazón no pudo
soportar la humillación y el desprecio por la vida y me acerqué a
aquel ser tembloroso emplumado. Era un periquito australiano sumido
en la tristeza, el temor, la castración psicológica y la impotencia
ante una raza de todavía monos. Pero esta vez, no era un mono
cualquiera el que había fijado su atención en esa vida en cuerda
floja, esta vez era un mono lleno de amor y respeto por la vida.
¿Y qué habría pasado si un gato o un
perro lo hubiese visto primero que yo?
Con mis dos manos extendidas, como
aquel sediento que recoge agua en un manantial cristalino, tomé la
anatomía existencial del periquito al borde de la temblorosa
hipotermia, y me lo llevé a mi morada. El momento no podía ser
menos dramático y triste cuando en ese instante el periquito, que
más adelante lo bautizaría Periquinguis, se agarró de uno de mis
dedos con una fuerza descomunal y comenzó a picarme la mano con
fuerza y determinación; no sabía qué me producía más dolor, si
la fuerza que tenía en las garras, o el aguijonazo que sentía con
su fuerza en el pico, o la imagen de un animalito tan indefenso
utilizando sus últimas energías para defenderse de un monstruo
aterrador.
Una vez en mis aposentos, el perico
seguía tembloroso y retraído. A pesar de lo inesperado, por
casualidad encontré una pequeña jaula en donde mi nuevo huésped
podría pasar la noche.
¿Y qué tiene que ver las preguntas
iniciales con la historia del perico? ¿Cómo se relaciona la
aparición del perico con la manera en que podemos ver las relaciones
afectivas? ¿De qué manera se conecta esta historia con la
posibilidad de encontrar una pareja estable que me dure toda la vida?
Las cosas muchas veces suceden
sospechosamente planeadas. Y así no estén realmente planeadas, los
aprendizajes que podemos sacar de lo que nos pasa puede llegar a
transformar nuestra existencia. Hay una profunda relación que
descubrí que me ha llevado a sentarme a escribir estas palabras.
Pero la respuesta a estas preguntas las trataré en la segunda parte
de esta historia que publicaré a continuación.
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